martes, 1 de febrero de 2011

Sarampión

Me impactó su nombre. Sarampión Fernández. Por aquel entonces yo pensaba que era difícil que me volviera a sorprender el nombre exótico de algún caribeño. Ya había conocido a Darling, a Dinner y a Ivanhoe entre otros. Tiempo después, en Filipinas, quedaron ampliamente traspasados los límites de mi capacidad de asombro en este tema; pero esa es otra historia.

Sarampión ocupaba el asiento de al lado en el autobús con el que íbamos a cruzar la Gran Sabana, desde el Orinoco a la frontera con Brasil. Pronto me percaté de que Sarampión conocía el camino y era asiduo de aquella ruta, cuando saludó a un paisano suyo unas filas más atrás. Tenía una sonrisa que parecía perenne, como cincelada en aquel rostro duro con bigotes largos y ceño poblado que el sol había quemado durante cincuenta años. Camisa a cuadros, tejanos y dos gorras con las inscripciones del FBI y de la DEA.

Sarampión me contó que era minero de pico y pala, buscaban oro y diamantes, y que después de 4 meses regresaba a casa para celebrar la Navidad con su esposa e hijas. Era una ocasión especial pues iba a conocer a su tercer nieto. Él era una especie de free-lance de la minería. Se unía a otros mineros y buscaban yacimientos para explotarlos por su cuenta.


Sarampión relataba historias de garimpeiros y furtivos viviendo en aquellas tierras su particular fiebre del oro. No había dado aún con ese proyecto soñado que le permitiera retirarse, pero estaba orgulloso de haber podido criar a sus hijas sólo con su trabajo y sin recurrir a las gratuidades de los gobiernos de Venezuela. El oro y los diamantes no tenían ningún glamour para Sarampión, más allá de que le permitían la dignidad de ganarse el pan, y las hallacas.

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