sábado, 19 de febrero de 2011

Don Francisco



Don Francisco medía casi 2 metros. Su presencia era imponente, ataviado con aquella sotana y el alzacuello desafiaba tanto a los calores de junio en Sevilla como a cualquiera de nosotros que se hiciera el remolón y pasara de ir a misa. Juraría que sus gafas de pasta sesenteras eran del mismo modelo que las de las estampas del, entonces, beato Jose María. Detrás de aquellas lentes surgía una mirada convencida, que tenía urgencia por predicar y dar sus frutos.

Los sermones de Don Francisco tenían siempre un tono persuasivo; estaban bien rematados y cerrados, sin espacio para retocar, añadir ó quitar.  Eran monólogos estudiados e inspirados en el manual. En aquella mesa pequeña, sobre la que se doblaba para encajar cada tarde, estaban siempre su breviario, la biblia, el catecismo y un par de libros del fundador. A veces también se traía alguno de los que trataban sobre la vida de santos. Compaginaba sus exégesis preparadas al detalle con lecturas de pasajes y oraciones.

Creo que no quedó demasiado en mi de todos esos esforzados discursos… pero sí recuerdo aquella tarde cuando escuche una de las historias más reveladoras que jamás se han escrito. Don Francisco leía un libro sobre Teresa de Lisieux; en la escena aparecía una hija del rey de Francia mientras era peinada y acicalada por una sirvienta. De repente la infanta hija del monarca absolutista se levantaba de su silla escandalizada por un comentario despectivo hacia ella de su sirvienta. Enfurecida le espeta “¿Pero cómo te atreves? ¡Yo soy hija de tu rey!”; y en aquella situación la criada se pone de pie, y clama por lo humano que nos iguala y nos lanza; grita por los siglos de sordera;  se rebela por la dignidad; “¡ y yo soy hija de tu Dios!”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario